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Judith Butler: ¿Se le acabó el show a Donald Trump?

Sabemos que Trump intentará cualquier cosa para quedarse en el poder y evitar esa catástrofe definitiva en la vida: convertirse en “un perdedor”. [1]

Nunca estuvo en duda que Donald Trump no lograría hacer una salida respetuosa y rápida. La única pregunta para muchos de nostros era sólo cuán destructivo llegaría a ser en el transcurso de su caída. Yo sé que “caída” es un término reservado, generalmente, para reyes y tiranos, pero estamos en esa pieza de teatro, excepto que aquí el rey es al mismo tiempo el payaso, y el hombre en el poder es también un niño entregado al berrinche, sin adultos a la vista en la habitación.


Sabemos que Trump intentará cualquier cosa para quedarse en el poder para evitar esa catástrofe definitiva en la vida: convertirse en “un perdedor”. Ha mostrado que pretende manipular y destruir el sistema electoral si lo necesita. Lo que es menos claro es si puede hacer lo que amenaza con hacer, o si la “amenaza” se quedará flotando en el aire como una orden impotente. Como impostura, la amenaza de detener o anular la votación es un tipo de show o espectáculo, compuesto para el consumo de sus bases. Considerada como estrategia legal por un equipo de abogados (incluso de abogados que trabajan para el gobierno), sin embargo, constituye un serio peligro para la democracia. Como muchas otras veces atrás, durante la presidencia Trump, nos deja en la duda de si está fanfarroneando, intrigando, actuando (montando un espectáculo) o actuando (infligiendo real daño). Una cosa es la pose del tipo que le haría un daño inédito a la democracia para permanecer en el poder, otra cosa es convertir ese espectáculo en realidad, comenzando las demandas judiciales que desmantelarían las normas y leyes electorales que garantizan el derecho al voto, atacando el marco mismo de la democracia de EU.


Cuando fuimos a las urnas, no estábamos votando por Joe Biden / Kamala Harris (centristas que rechazaron los planes más progresistas de salud y economía tanto de Bernie Sanders como de Elizabeth Warren), sino votando por la posibilidad de votar en general, votando por la institución presente y futura de la democracia electoral. Aquellxs de nostrxs fuera de las instituciones carcelarias vivíamos con la idea de leyes electorales perennes que forman parte del marco constitucional que da las coordenadas a nuestro sentido político. Muchos de lxs que no habían sufrido una privación de derechos antes no eran ni siquiera conscientes de cómo sus vidas reposaban en una confianza básica en el marco legal. Pero la idea de la ley como algo que asegura nuestros derechos y guía nuestra acción se ha transformado en un campo de litigio. No hay una norma legal que no pueda ser disputada legalmente en el gobierno de Trump. Una ley no está ahí para ser honrada o seguida, sino como un lugar potencial de litigio. El litigio se convierte en el campo último del poder de la ley, y todos los otros tipos de leyes, incluso los derechos constitucionales, están reducidos, ahora, a ítems negociables al interior de ese campo.


A pesar de que algunos critican a Trump por haber traído un modelo de negocios a la gobernanza, sin fijar límites a lo que puede ser negociado para su propio beneficio, es importante ver que muchos de sus negocios terminan en procedimientos legales (para 2016, había estado involucrado en más de 3500 demandas judiciales). Va a los tribunales para imponer la conclusión que quiere. Cuando las leyes básicas que soportan la política electoral son litigadas, si toda protección legal es proclamada fraudulenta como un instrumento que beneficia a quienes se le oponen, entonces no queda ninguna ley que restrinja el poder de la litigación para destruir las normas democráticas. Cuando ordena terminar el conteo de votos (de forma muy parecida a como ordenó terminar con los exámenes de Covid), busca impedir que una realidad se materialice y conservar el control sobre lo que se percibe como verdadero o falso. La única razón por la que la pandemia es mala en EUA, dice él, es que hay exámenes que proveen resultados numéricos. Si no hubiera forma de saber cuán mala es, entonces no sería mala, aparentemente.


En las horas de la mañana del 3 de noviembre, Trump ordenó terminar el conteo de las papeletas de votos en estados clave donde temía perder. Si el conteo continúa, Biden podría ganar. Para esquivar ese resultado, quiere detener el conteo, incluso si lxs ciudadanxs son despojadxs del derecho a que su voto cuente. En EU, contar siempre ha tomado su tiempo; esa es la norma aceptada. Así que, ¿cuál es el apuro? Si Trump estuviera seguro de ganar si el conteo electoral se detiene ahora, podríamos entender por qué quiere que se detenga. Pero dado que no tiene los números electorales, ¿por qué querría detenerlo? Si la demanda legal que detiene el conteo se acompaña de una demanda que alegue fraude (sin ningún fundamento conocido para hacerlo), entonces puede producir una desconfianza en el sistema, una que, si es suficientemente profunda, arrojará la decisión a los tribunales, tribunales que él ha llenado, que él imagina que lo pondrán en el poder. Los tribunales, junto a la vicepresidencia, formarían entonces un poder plutocrático que encarnaría la destrucción de la política electoral tal como la conocemos. El problema, sin embargo, es que esos poderes, incluso si en general lo apoyan, no destruirán necesariamente la constitución por su lealtad.


Algunxs de nostrxs estamos impactadxs de que quiera llegar tan lejos, pero este ha sido su modo de operar desde el comienzo de su carrera política. Seguimos asustadxs de haber visto la fragilidad de las leyes que nos soportan y orientan como una democracia. Pero lo que siempre ha sido distintivo del régimen Trump es que el poder ejecutivo del gobierno ha atacado consistentemente las leyes del país al mismo tiempo que proclama representar la ley y el orden. La única forma en que esta contradicción tiene sentido es si la ley y el orden están personificados exclusivamente por él. Una forma peculiar contemporánea de narcicismo impulsado por los medios se transforma en una forma letal de tiranía. Aquel que representa el régimen legal asume que es la ley, aquel que hace y deshace la ley como le provoca y que, como resultado, se convierte en un criminal poderoso en nombre de la ley.


El fascismo y la tiranía toman muchas formas, como lxs especialistas han mostrado, y tiendo a estar en desacuerdo con aquellxs que argumentan que el nacionalsocialismo es el modelo a través del cual todas las otras formas fascistas deberían identificarse. Y aunque Trump no sea Hitler y la política electoral no es precisamente la guerra militar (tampoco guerra civil, bajo ninguna escala), hay una lógica general de destrucción que irrumpe cuando la caída del tirano parece cierta y cercana. En marzo de 1945, cuando las fuerzas aliadas y el Ejército rojo habían vencido todos los fuertes defensivos nazis, Hitler decidió destruir la nación misma, al ordenar la destrucción de los sistemas de comunicaciones y transportes, los sitios industriales y las utilidades públicas. Si él caía, también caía la nación. La misiva de Hitler se llamó “Medidas destructivas en el territorio del Reich”, pero se le recuerda como el “Decreto Nerón”, evocando al emperador romano que mató a su familia y amigos, en su deseo despiadado de conservar el poder y de castigar a quienes creía desleales. Cuando sus partidarios comenzaron a huir, Nerón acabó con su propia vida. Pretendidamente, sus últimas palabras: “¡Qué gran artista muere conmigo!”


Trump no ha sido ni un Hitler ni un Nerón, pero ha sido un muy mal artista recompensado por sus míseras actuaciones por sus partidarios. Su atractivo para casi la mitad del país ha dependido de cultivar una práctica que autoriza una forma exultante de sadismo, libre de cualquier grillete de vergüenza moral u obligación ética. Esta práctica no ha cumplido por completo su liberación perversa. No solo más de la mitad del país ha respondido con repugnancia o rechazo, sino que el espectáculo desvergonzado ha dependido todo el tiempo de una imagen sensacionalista de la izquierda: moralista, punitiva y criticona, represiva y lista para privar a la población general de todo placer y libertad ordinarios. De esta manera, la vergüenza ocupó un lugar necesario y permanente en el escenario trumpista en tanto que esta era externalizada y alojada en la izquierda: ¡la izquierda busca avergonzarte por tus armas, tu racismo, tu agresión sexual, tu xenofobia! La fantasía exaltada de sus partidarios era que, con Trump, la vergüenza sería superada, y habría una “libertad” de la izquierda y sus restricciones punitivas en el discurso y la conducta, un permiso para destruir, finalmente, las regulaciones ambientales, los acuerdos internacionales, arrojar bilis racista y afirmar abiertamente formas persistentes de misoginia. Mientras Trump hacía mítines para muchedumbres excitadas por la violencia racista, también les prometía protección ante la amenaza de un régimen comunista (¿Biden?) que redistribuiría sus ingresos, les quitaría su carne, e instalaría eventualmente una mujer “monstruosa” y negra radical como presidente (¿Harris?).


El presidente menguante, no obstante, declara haber ganado, pero todo el mundo sabe que no, al menos no todavía. Ni siquiera Fox acepta su tesis, e incluso Pence dice que todo voto debe ser contado. El tirano cayendo en picada ordena terminar los chequeos [de Covid], el conteo, la ciencia, e incluso la ley electoral; todos esos métodos inconvenientes para verificar lo que es y lo que no es verdad y así contar su verdad una vez más. Si tiene que perder, intentará traerse consigo la democracia abajo.


Pero cuando el presidente se anuncia como ganador y hay una risa general e incluso sus amigos le piden un taxi, entonces está finalmente solo con sus alucinaciones de sí mismo como un destructor poderoso. Podrá litigar cuanto él quiera, pero si los abogados se dispersan y los tribunales cansados no lo escuchan más, se encontrará a sí mismo gobernando solamente la isla llamada Trump, como un mero espectáculo sobre la realidad. Finalmente, tal vez tengamos la oportunidad para dejar a Trump convertirse en el espectáculo pasajero de un presidente que, buscando destruir las leyes que soportan la democracia, se convirtió en su amenaza más grande; y así abrir el camino para algo de reposo tras lo que pareció un cansancio interminable. ¡A por él, Sleepy Joe! [2]


[1] Columna publicada orginalmente en The Guardian (https://amp.theguardian.com/commentisfree/2020/nov/05/donald-trump-is-the-show-over-election-presidency). Texto traducido del inglés por Rodrigo Y. Sandoval.

[2] “Sleepy Joe” (Joe dormilón) es uno de los apodos que Trump le puso a Biden. [n.d.t]


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