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Bernard Stiegler: "No se trata de resistir, sino de inventar"

Actualizado: 29 ago 2020

El filósofo francés se dedicó a pensar y actuar en el entrecruce de técnica, filosofía y política. Discípulo de Derrida, desarrolló un pensamiento propio que inició con una estancia de 5 años en prisión. Philippe Nassif entrevistó a Bernard Stiegler en 2012, en una conversación donde revela los vínculos entre su intensa biografía y su pensamiento. Compartimos la traducción de esta entrevista con ocasión de su fallecimiento el 5 de agosto de 2020.

Bernard Stiegler
Fuente: http://www.ttoarendt.com/2020/08/en-memoire-de-bernard-stiegler.html

“Bernard Stiegler, a sus 60 años, ocupa un lugar singular en el paisaje intelectual. Un teórico apasionante, para quien la técnica es el gran tema (oculto) de la historia de la filosofía, y al mismo tiempo un practicante incansable, a la cabeza del Instituto de investigación y de innovación del Centro Pompidou, generando la mejor de programas orientados hacia una práctica amateur de las nuevas tecnologías del saber. Conferencista talentoso, cruzando Aristóteles y el neuromarketing, ha sabido vincularse a un público ferviente. Finalmente, a la cabeza de una asociación política –Ars Industrialis– es militante para un futuro nuevamente fértil. Es por eso que ahora que Bernard Stiegler hará aparecer próximamente en Flammarion una introducción ideal a su obra – Farmacología del Frente Nacional –, hemos escogido insistir en su recorrido. De una infancia periférica [en banlieue] a la dirección del Instituto de investigación y coordinación acústica/música (Ircam) de Boulez, pasando por una iniciación filosófica en prisión, nos aclara su pensamiento y aquello que lo motiva.


¿Y si el estado de shock en el que la crisis ha sumido a Europa pudiera ser también la ocasión para un salto hacia adelante, hacia un capitalismo concentrado en la sublimación del deseo, más que en la cultura de babosada? Bernard Stiegler lo sabe mejor que cualquiera: el accidente y la suerte pueden ir juntos.”


Philippe Nassif [PN]: Usted afirma no haber filosofado jamás antes de los 26 años. ¿Cómo era su vida antes de esta conversión?

Bernard Stiegler: Al principio, erré mucho. Durante Mayo del 68, tenía 16 años y era de “extrema izquierda”. Fui expulsado de mi liceo –lo que significa que nunca obtuve el bachillerato– y me fui a la deriva. En ese entonces, era muy aficionado al jazz, frecuentaba algunos letristas [movimiento poético de vanguardia de la posguerra], y me inscribí más tarde en el PCF [Partido Comunista Francés], esperando cambiarlo desde adentro. En 1971 fui padre. Después de diferentes trabajos –fabricando joyas de fantasía, haciendo mandados, asistente de albañil–, me hago agente de planning en un taller… Este trabajo no era suficiente para pagar el alquiler. Un día recibí un anuncio de evicción de mi HLM [vivienda pública subvencionada] en Sarcelles, donde crecí. Me mudé sin decirle al propietario, con una camioneta. Me instalé en el campo.


PN: ¿Le gustó la vida rural?

Fue rudo, pero eso me gusta. En un inicio, los recursos eran escasos. La gente con la que simpatizaba me ayudó. Alquilé una pequeña granja, mientras era chofer de una cooperativa agrícola. Después conocí un agricultor que tenía una explotación muy grande. Me tomó afecto y me ayudó a armar un ganado cediéndome cabras a bajo costo y con crédito. Yo comerciaba escuchando a Charles Mingus y, tanto en el establo como con las máquinas, tenía el tiempo para reflexionar. Amaba eso.


PN: Se le habría podido tomar por un hippie…

Nunca me sentí hippie. Estaba allí para ganarme la vida. Pero la sequía de 1976 me obligó a liquidar mi granja. Un poco después, abrí un bar en Toulouse, L’Écume des jours [La espuma de los días, título de una novela de Boris Vian (1946)], donde pasaba música jazz y venían orquestas. Todas las noches estaba lleno de gente buscando buena música. Era un público noctámbulo. Una noche vino la policía, encontró heroína y me pidió cooperar, lo que yo no hice. Tuve un cierre administrativo y, al mismo tiempo, suprimieron mi autorización de descubierto bancario (era el “Plan Barre” [plan de austeridad del primer ministro francés entre 1976 y 1981, Raymond Barre]). Así que ataqué mi propio banco y luego algunos otros. Tras el quinto atraco, me pillaron. Tal vez me creía Virgil, el héroe de Take the Money and Run, de Woody Allen [Toma el dinero y corre, 1969].


PN : ¿No atestigua, este pasaje a la acción de 1978, una cierta oscuridad de la época?

Algo efectivamente se resquebrajaba, incluso si el año 68 había sido un momento de liberación. En París, en los EEUU, en Japón, en Alemania, en Praga, este evento redefinía las relaciones entre las conciencias [psychés]. Pero diez años más tarde, el mundo tenía resaca. El filósofo Gérard Granel, gran lector de Husserl y de Heidegger que frecuentaba L’Écume des jours y que me ayudó entonces con todo, hablaba de “liberal-fascismo”. [Valéry] Giscard [presidente de Francia entre 1974 y 1981] introdujo en Francia la era de la cretinización de las masas, cretinizándose él mismo con su acordeón; mientras que, hasta entonces, gaullistas y comunistas estaban de acuerdo en que para que Francia fuera bien hacía falta que todo el mundo se cultive. En 1977, [Georges] Marchais [secretario general del PCF] y el Partido Socialista voltearon el acuerdo en torno al Programa común por el que yo había luchado. Las organizaciones maoístas y trotskistas se descomponían, mientras que aparecían los terroristas de la Banda de Baader [RAF, organización alemana de extrema izquierda] o las Brigadas rojas. Entre la juventud, las sobredosis y los suicidios se multiplicaban, mientras que otros se suicidaban socialmente bajo el modo de la negación, del odio de sí y del resentimiento que eso siempre engendra. No digo esto para justificar mis delitos, jamás he querido politizar mi defensa.


PN: ¿Cómo se le impone la filosofía en prisión?

En un principio, me dije que haría lo que siempre había soñado hacer: escribir novelas. Luego me di cuenta de que no tenía nada que decir: lo que escribía era muy malo. Así que quise estudiar las obras y dedicarme a la poética y lingüística. Granel, quien había obtenido la autorización para visitarme y traerme libros, me propuso inscribirme en la universidad, preparando primero el examen para poder entrar. A lo largo de los primeros meses en la celda, comprendí que lo interesante no era hablar sino escuchar lo que se dejaba oír en el silencio. Hice una huelga de hambre para obtener una celda individual y, al cabo de tres semanas, la administración cedió. Cuando se hace silencio, “eso” [ça] comienza a hablar. Y es solamente entonces que uno dice cosas interesantes. Es en esta situación que, por primera vez, me puse a estudiar… con pasión. En prisión, uno multiplica sus capacidades de trabajo. Una vez que pasé el examen de ingreso, me puse a leer a Saussure, pero también a sus críticos, especialmente a Derrida, y fue así como conocí la filosofía.


PN: Usted dice haber tocado el fondo de la verdad entre los muros de la prisión…

Toqué ese medio (pero no la verdad) que es el mundo a través de un muro, ese mundo de mi celda donde hice la experiencia de este mundo por defecto. Me sumergí en la fenomenología de Husserl. Retomando la experiencia de la duda radical de Descartes y prolongando a Kant, Husserl practica el método de la “reducción fenomenológica”. Neutralizando metódicamente lo que él denomina la tesis del mundo (la creencia en su existencia), analiza las condiciones en las cuales el sujeto constituye el mundo (es decir, las condiciones de la experiencia). Tomando el mundo por el modo en que aparece y, en cierta medida, nace a la conciencia, el método fenomenológico opera una inversión del punto de vista: abandona la “actitud natural” y opera una conversión de la mirada. Ahora, en prisión, yo vivía de facto esta suspensión del mundo. Leía a Husserl intentando ausentarse del mundo, mientras que yo mismo vivía casi fuera del mundo. Pero incluso allí, me daba cuenta, había algo y no nada: estaba todavía mi memoria, que era un sufrimiento. Estaba la memoria de la humanidad contenida en los libros que me traía Granel. Es por ese motivo que el tema de la huella –la escritura– al que Derrida confronta a Husserl se convierte en mi punto de Arquímedes. Uno no puede neutralizar la huella, y el proyecto de la fenomenología debía ser retomado desde esta raíz. Es lo que me decidí a hacer. Granel me puso en contacto con Derrida, con quien entonces trabajé.


PN: Otro libro lo marcó, el tratado Sobre el alma, de Aristóteles. ¿Por qué razón?

En prisión nada cambia nunca: el día de ayer es como hoy, que será como mañana. Esta inmutabilidad es propiamente insoportable, a excepción de que usted opere una conversión fenomenológica: aquí la conversión tiene la virtud carcelaria. Usted constata entonces que, incluso cuando parece que no pasa nada, alguna cosa pasa todavía: por ejemplo, ayer “no iba bien” y hoy “va mejor”, o a la inversa. Pero si usted no asume este hecho como una disciplina, esto puede volverlo loco. Si, al contrario, usted se impone aquello que Epicteto llama una melete [“práctica”] entonces la prisión deviene una gran maestra. El movimiento, el cambio, y la impasibilidad del “primer motor inmóvil” (theos) son lo que está en juego en el tratado Sobre el alma. El alma, según Aristóteles, es el movimiento de la vida. Pero es necesario distinguir entre tres tipos de almas. El alma vegetativa, la de las plantas, no se mueve más que por crecimiento. El alma sensitiva, la de los animales, se desplaza por su alimento y reproducción. El alma racional o noética, que accede al noûs, al intelecto, se mueve en totalidad; de ella se trata. La mayor parte del tiempo, el alma noética se mantiene, sin embargo, en el estado sensitivo; al igual que el alma sensitiva, no pasa al acto más que intermitentemente, y funciona la mayor parte del tiempo bajo un modo cuasi-nutritivo. He defendido que el medio [milieu] no deviene noético más que cuando salimos, como un pez volador, por intermitencias. Salir de ese medio para contemplarlo, es decir, teorizarlo, es lo que la fenomenología intenta al volver su mirada.


PN: ¿Cuál es la diferencia con la salida de la caverna según Platón?

En Aristóteles no hay ultramundo donde nos esperen las ideas puras. En prisión aprendí que la experiencia de la alétheia [verdad], es la experiencia del mundo donde siempre hace falta volver a sumergirse; la verdad es el agua misma. Pero hace falta salir para notarlo.


PN: ¿Es acaso el contraste entre su vida monacal en la prisión y el redescubrimiento de la sociedad a su salida lo que lo sensibilizó a la intoxicación de los espíritus por las industrias culturales?

Es evidente. Al cabo de cinco años de prisión, usted no sabe hacer nada, ni siquiera atravesar una calle. Pero la ventaja es que vuelve a ver todo de nuevo. Es el sueño del filósofo, o del pintor.


PN: ¿Es entonces cuando el pensamiento de la técnica se le impuso?

No, éste había aparecido en prisión, junto al de la memoria artificial. La técnica me había interesado siempre: mi padre era electricista, de niño yo hacía bricolaje con circuitos electrónicos. Todas las técnicas son interesantes: la de Coltrane, las del chamán, las del marketing, la de la máquina cosechadora, la de la escritura. En prisión la memoria que exteriorizaba cada día al retomar mis notas de las lecturas del día anterior para redactarlas en un texto se depositaba al exterior, y eso constituía un mundo embrionario, en gestación. La memoria noética se exterioriza y se transforma permanentemente. Tras mi liberación, mientras estudiaba la prehistoria, unos investigadores me encargaron un artículo. Al leer el Protágoras de Platón, encontré mi punto de entrada: con el mito de Prometeo, que palia el defecto de origen de los humanos –la estupidez de Epimeteo– dándoles el fuego, es decir, la técnica robada a los dioses, yo veía la posibilidad de hacer jugar a Platón contra sí mismo: la técnica como pharmakon, remedio a la vez que veneno, parece ser la condición misma de los mortales, y aquello que la filosofía había rechazado. Somos alienados por la técnica y constituidos por ella al mismo tiempo.


PN: ¿Más precisamente?

El asunto aquí es lo que yo llamo la retención terciaria. Husserl distingue las retenciones primarias, que constituyen in absentia el tiempo presente de una percepción (por ejemplo, la última frase que vengo de pronunciar y que le permitirá a usted de comprender la siguiente) y las retenciones secundarias que componen la memoria personal y que son el pasado. Es desde este pasado y estas retenciones secundarias que yo selecciono las retenciones primarias en lo que percibo; por eso, si usted les pide a treinta estudiantes de resumir el curso que acaba de dictarles, tendrá treinta respuestas diferentes. Ahora bien, hay una tercera memoria formada por los técnicos, donde se guarda el mundo como memoria y que rige las relaciones entre retenciones primarias y secundarias. La escritura es un caso, así como la arquitectura de las ciudades, o el sílex tallado en los data centers de Google. Este medio técnico constituye nuestras memorias.


PN: ¿Platón se equivoca, entonces, al acusar a la escritura de hacernos perder la memoria?

Sí y no. La anámnesis, la reminiscencia como experiencia donde la verdad geométrica es canon, supone estos hypomnémata [soportes artificiales de la memoria] escritos como lo descubre Husserl en El origen de la geometría. Pero la técnica es un pharmakon: remedio y veneno; por ejemplo, el martillo, que puede servir tan bien para construir como para destruir. Hoy, la web permite la participación de cada unx y, a la vez, la captura de los datos personales. Pensar el pharmakon es hacer de esta condición trágica un asunto de terapéuticas.


PN: ¿De dónde viene su interés por la tragedia de Sófocles, Edipo rey?

También por Sófocles en general. El “milagro griego” es, en el siglo VII a.C., sobre las pisadas de la invención de la escritura alfabética, una nueva psyche y una nueva polis. Esta constituye un profundo cambio noético, a través del cual es posible individualizarse en tanto que ciudadano. Ahora bien, en el siglo V, este ideal se pudre en su árbol: es el contexto de Edipo rey. Edipo cura la peste, pero la peste regresará, por ejemplo con Creonte. La peste, dice Sócrates, son los sofistas que se apoderan de la técnica de la escritura para producir un discurso que no es verdad, pero que es eficaz. La filosofía, con la Academia de Platón, nace de esta crisis de la ciudad ateniense. Bajo este aspecto, ella siempre es política: es un pensamiento crítico sobre las condiciones de vida de los ciudadanos en la polis. Es este escenario lo que debemos revisitar suscitando farmacologías positivas a partir de las técnicas digitales, que hoy están exclusivamente al servicio de los imperativos económicos consumistas que han devenidos, ellos mismos, tóxicos.


PN: ¿Por qué usted ataca, en sus últimos ensayos, a la filosofía universitaria, Badiou, Rancière, Deleuze o Derrida?

Yo no pondría de ninguna manera a Deleuze y Derrida en el mismo plano que a Badiou y Rancière… Pero es cierto que los teóricos de la izquierda francesa no han visto una cosa esencial: la empresa de desmoralización a la que ha conducido el hipernihilismo provocado por la revolución conservadora al inicio de los años 1980. Deleuze es la excepción, a partir de 1990, con su Post-scriptum sobre las sociedades de control. Estos universitarios, que no ven que la técnica constituye farmacológicamente el medio noético, son leales a la consigna marxista de los años 1960 y 1970, la lucha contra el Estado, y por ello son instrumentalizados por esta revolución conservadora que sostiene que “el Estado es el problema”. Pero con el agua de la bañera del Estado y de la Nación, se bota al bebé que es la res publica, la cosa pública. Ahora bien, la cosa pública es el lugar de formación de la atención y del cuidado; es decir, del deseo como inversión, es lo que la financiarización puesta en marcha por los neoconservadores ha aniquilado. Eso resulta, en nuestros días, en el Front national [Frente nacional, partido de extrema derecha], en el desmoronamiento del deseo y la dominación de la pulsión. Ya sea en los barrios periféricos como en Carrefour, donde Sarkozy y donde Strauss-Kahn [exdirector del FMI y miembro del Partido Socialista].


PN: Su asociación Ars Industrialis, creada en 2005, tuvo su primera reunión pública un 18 de junio. ¿Es un homenaje a la Resistencia [francesa contra el nazismo]?

Fue una coincidencia. No se trata de resistir, sino de inventar. Hace treinta años que los intelectuales invitan a “resistir” al capitalismo, y esto ha tenido efectos desastrosos. Hoy, 37% de los franceses declaran compartir las ideas del Front national porque no se les propone ninguna alternativa. No tienen razones para tener esperanza, que es la razón sin más.


PN: ¿Qué es, entonces, Ars Industrialis?

No es un partido político ni un think-tank, es un grupo de ciudadanos, dando por entendido que un ciudadano se cultiva y lucha. Por eso es un lugar de inteligencia compartida: uno no puede pensar todo solo. Trabajamos con juristas, filósofos, economistas, informáticos, artistas, trabajadores sociales, etc. Los psiquiatras con los que cooperamos saben que las patologías no se recuperan solamente con la psicoterapia, sino también de lo que llamamos “socioterapias”. Ars Industrialis intenta de esta manera repensar la universidad y, retomando un concepto de Kurt Lewin [psicólogo estadounidense, 1890-1947], poner en marcha una investigación contributiva: investigación de una acción basada en las tecnologías colaborativas. Esto ha constituido uno de los temas de la academia de verano de pharmakon.fr. Cada vez más sindicalistas y actores industriales se interesan por nuestros trabajos.


PN: ¿Los patrones vienen por remordimiento humanista o para encontrar nuevas fuentes de ganancia?

Vienen porque ven que el sistema no funciona más: la explotación del deseo a través del marketing llega a su límite, los desastres ecológicos amenazan, la insolvencia se generaliza. No es una situación tranquilizadora. Hace falta responder a lo que podría convertirse en pánico e intentamos para eso pensar una política industrial de tecnologías del espíritu al servicio de una economía de la contribución.


PN: Usted dice: Dios ha muerto, pero nosotros vamos, de todas maneras, a recrear las idealidades. ¿No peca usted de un voluntarismo que ya Heidegger criticaba en Nietzsche, al hablar de la “voluntad de la voluntad”?

No se trata de “recrear” las idealidades, sino de cultivarlas. Cuando no hay más nada, queda algo. Nietzsche, Freud, Bergson nos han enseñado que una tendencia da necesariamente consistencia a la tendencia contraria. Es verdad, también, tanto a nivel psíquico como a nivel macroeconómico. El desierto avanza, decía Nietzsche. Pero en el Sahara hay granos muy resistentes: cuando llueve, es una explosión de colores.


Artículo original publicado en https://www.philomag.com

Traducido del francés por Rodrigo Y. Sandoval


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