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Paul Preciado: "La primera cosa que el poder destruye es nuestra capacidad de desear el cambio"

Actualizado: 2 may 2020


Philosophe philosopher filósofo Paul B. Preciado
© Catherine Opie

No sería fácil decir cómo comenzó; no sabríamos ubicar el comienzo de la revolución, si después del primer MeToo, o cuando una centena de trabajadoras sexuales ocuparon la iglesia Saint-Nizier en Lyon en 1975, o, más aún, cuando la feminista negra Sojourner Truth se puso de pie en la convención de mujeres blancas de Akron (Ohio) en 1851 y gritó un resonante “¿Yo no soy una mujer?”, defendiendo por primera vez en la historia la libertad y el derecho a voto de las mujeres racializadas. Aquello habría podido suceder un poco más temprano o un poco más tarde. Depende de si usted considera las cosas desde un punto de vista individual o cósmico, nacional o planetario, y de si siente que usted hace parte de una historia de resistencia que le precede y que continuará después. No es fácil decir exactamente cómo comienza un proceso de emancipación colectiva. Pero es posible sentir la vibración que produce en los cuerpos que atraviesa. Tampoco es posible resumirla en un solo relato. Lo propio de los movimientos ecologistas, transfeministas y antirracistas es la multiplicación de voces, la articulación de series heterogéneas, la pluralidad de las lenguas.


Y con toda esta energía de resistencia acumulada, en Francia, en medio de uno de los más antiguos y más rancios imperios patriarca-coloniales, estábamos, apenas hace cuarenta días, a punto de comenzar un nuevo ciclo revolucionario transfeminista decolonial. Hace solamente dos décadas, los gurús de la izquierda radical de Tiqqun [2] decían que la mujer joven era la figura central de la domesticación consumista del capitalismo contemporáneo: modelo de ciudadano y cuerpo que mejor encarnaba la nueva fisionomía del capitalismo neoliberal a la vez. Entre las mujeres jóvenes, Tiqqun contaba al maricón consumista y al pillo racializado y ocioso de barrio marginal (¡cómo considerarlos sin caer en el lugar homófobo y racista!). Ellos imaginaron a “la mujer joven” como el producto de la ecuación que incluye una taza elevada de opresión y grado fuerte de sumisión complaciente que producía, inevitablemente, una conciencia política mínima. Lo que nuestros amigos de Tiqqun no vieron venir es que serían ellas, las mujeres jóvenes, lxs maricas, lxs trans y los cuerpos racializados de los barrios marginales quienes dirigirían la próxima revolución.


Un día, sin que los gurús de izquierda, los patriarcas o los jefes sean advertidos, las mujeres jóvenes violadas comenzaron a sacar a los violadores del clóset de los abusos sexuales. Entre ellos, había arzobispos y padres de familia, profesores y jefes de empresa, médicos y entrenadores, cineastas y fotógrafos. Al mismo tiempo, los cuerpos que habían sido objeto de violencias raciales, sexuales y de género se alzaron por todas partes: los movimientos de transexuales, lesbianas, intersexuales, antirracistas y de defensa de los derechos de las personas con diversidad cognitiva o funcional, de lxs trabajadorxs precarixs racializados, de los trabajadores y las trabajadoras de sexo, de lxs niñxs adoptadxs… Al medio de este remolino de insurrecciones, la ceremonia de los premios César se convirtió en la ocupación de la bastilla transfeminista, decolonizadora y televisada. En primer plano, Aïssa Maïga [3] denuncia el racismo institucional del cine y, mientras le dan el premio César a un Polanski ausente (el violador nunca está, el violador no tiene cuerpo), Adèle Haenel [4] se pone de pie y le da la espalda a los patriarcas del cine. Dos días más tarde, la subcomandante King Kong [5] se une a Aïssa Maïga y Adèle Haenel y, a la vez que denuncia la complicidad de las reformas neoliberales de Macron con las políticas de opresión sexual, sexual y racial, decreta una huelga general de minorías sometidas: “A partir de ahora, nos ponemos de pie y nos largamos”.


Y nosotrxs nos hemos puesto de pie y nos hemos marchado, por miles, hacia la manifestación del 8 de marzo. Bajamos por las calles de París, y la noche se convirtió en una asamblea de tecnohechiceras perseguidas por la policía. Pero, ni la policía ni la lluvia pudieron arruinar a insurrección. Ninguna marcha había sido nunca así de hermosa: abuelas y nietas, maricas y hétero-disidentes, lesbianas y trans, afro-europexs y caras pálidas, sillas de ruedas y personas que hablan con las manos, butchs y trans, migrantes y proletarixs. Ya no hablábamos acerca de ir o no ir a ver las peliculitas de Polanski, hablábamos de hacer la revolución.


Sí, sí, aunque usted tal vez no lo sabía, estábamos al borde de un levantamiento transfeminista decolonizador, habíamos juntado nuestros comandos y, como dicen lxs zapatistas, habíamos “organizado nuestra rabia”. Pero todo eso, algunos días antes del Covid-19, antes de que seamos obligadxs a encerrarnos en nuestras casas, antes de que nuestros cuerpos sean objetivados como organismos susceptibles de transmisión y contagio, antes de que nuestras estrategias de lucha fueran decolectivizadas y nuestras voces fragmentadas.

Si el capitalismo mundial patriarca-colonial hubiera podido organizar una estrategia transversal, de Hongkong a Barcelona, pasando por Varsovia, para disolver los movimientos disidentes, no habría encontrado una fórmula mejor que la impuesta por el virus, con el confinamiento, las medidas de protección y la nueva trazabilidad digital de lxs ciudadanxs a distancia. La “estrategia del shock”, anunciada por Naomi Klein, con sus etapas para instrumentalizar la catástrofe “natural”, para decretar el estado de emergencia, para transformar la crisis en modo de gobierno, para salvar en primer lugar y siempre a los bancos y a las multinacionales mientras la gente muere…, se despliega progresivamente ante nosotrxs. Todo eso es verdad, pero afirmarlo sin constatar la posibilidad de una resistencia al mismo tiempo estratégica, sin tener en cuenta el impacto que la crisis del Covid-19 tiene sobre la conciencia individual y colectiva, es, también, naturalizar la opresión, darla por sentada, firmar un cheque en blanco al capitalismo neoliberal para el apocalipsis.


¿Qué podemos aprender de la gestión neoliberal del Covid-19, al examinarla desde una perspectiva transfeminista decolonial? Es, precisamente, en los momentos como este que hace falta, para decirlo en las palabras de la politóloga feminista decolonial, Françoise Vergès, activar el pensamiento utópico, como energía y como fuerza de sublevación, como sueño emancipador y como gesto de ruptura. Hace falta reconocer que la gestión de la crisis del Covid-19 ha generado, no sólo un estado de excepción política o una regulación higiénica del cuerpo social, sino también algo que podríamos llamar, siguiendo a lxs psicoanalistas Félix Guattari y Suely Rolnik, un estado de excepción micropolítica, una crisis de la infraestructura de la conciencia, de la percepción, del sentido y de la significación. Y esta ruptura micropolítica es nuestra única opción.


Detengan el mundo, quiero bajarme


Todas las culturas, en diferentes épocas de la historia, inventaron procesos de cuarentena, de ayuno, de ruptura con los ritmos alimentarios, sexuales y productivos de la vida. Estas rupturas funcionan como técnicas de modificación de la subjetividad, al activar un proceso de conmoción de la percepción y de los sentidos que puede generar, a fin de cuentas, una “metamorfosis”, un devenir otrx. Algunas lenguas del chamanismo amerindio llaman este proceso “detener el mundo”. Y es, literalmente, lo que ha pasado a propósito de la crisis de Covid-19. El mundo capitalista se ha detenido.


Al analizar la relación estructural entre la aceleración y el capitalismo, el sociólogo alemán Hartmut Rosa ha descrito la crisis de Covid-19 como la experiencia colectiva más importante del siglo, pues ella nos muestra que podemos, gracias a un conjunto de decisiones políticas coordinadas, detener la aceleración capitalista. Y esta desaceleración repentina no tiene solamente un impacto económico, ella es susceptible igualmente de producir otras formas de subjetivación.


Al considerar los diferentes rituales chamánicos para “detener el mundo” de las sociedades amerindias, según el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro, se puede decir que la mayor parte de estos incluyen al menos tres etapas. En la primera, el sujeto es confrontado a su condición mortal; en la segunda, ve su posición en la cadena trófica [6] y percibe los vínculos energéticos que unen todo lo que vive y de los cuales él mismo hace parte; en la tercera y última etapa, antes de la metamorfosis, el sujeto modifica radicalmente su deseo, lo que le permite, tal vez, devenir otrx. No hablo aquí de una experiencia religiosa, pues no hago referencia a ningún saber teológico o trascendente. Al contrario. Pero sería posible comprender los cambios sociales y políticos que la crisis del Covid-19 ha generado como una suerte de ritual gigantesco tecnochamánico para “detener el mundo”, capaz de introducir modificaciones significativas en nuestras tecnologías de la conciencia. Las tres etapas del chamanismo tupi [7] podrían funcionar, a escala mundial, como preludio de una metamorfosis política de la conciencia para un cambio de paradigma planetario.


1. Sideración, finitud y muerte: necropolítica en la economía neoliberal


Tal como lo destaca la feminista boliviana María Galindo, la especificidad de esta pandemia no es tanto su tasa elevada de mortalidad, sino más bien el hecho de que ella amenaza los cuerpos soberanos del norte capitalista globalizado: los hombres blancos europeos y norteamericanos mayores de 50 años. Cuando el sida sacudía al mundo en los años 80, ningún político hombre movió un meñique institucional porque consideraba que aquellos que estaban en vías de morir (homosexuales, drogadictos, haitianos, africanos, trabajadoras sexuales, trans…) valían más muertxs que vivxs. Ninguna medida preventiva o curativa fue aplicada durante esa época, al contrario, se desplegó estrictamente técnicas de estigmatización, de exclusión y de muerte. Hoy sucede lo mismo con el ébola, la tuberculosis, el dengue o el sida, cuando siembran la muerte en los países del sur con sistemas de salud inexistentes o debilitados por las políticas neocoloniales de deuda y austeridad.


Pero hoy, y por primera vez desde el descubrimiento de la penicilina, el Covid-19 ha puesto a las sociedades opulentas del norte y a los antiguos imperios coloniales europeos frente a la muerte de una manera generalizada. Aunque se haya apropiado del 90% de las riquezas mundiales, el cuerpo soberano del capitalismo patriarca-colonial del norte está confrontado a su condición vulnerable y mortal. Frente al virus, ni los activos financieros ni las reservas de capital lo pueden salvar. La crisis del Covid-19 es una crisis de la soberanía del cuerpo blanco masculino y heterosexual del capitalismo patriarca-colonial. Esto es igualmente cierto para todos aquellos que, desde otras posiciones corporales o de identificación, comparten de una manera o de otra los privilegios soberanos del norte. La acumulación de cadáveres en bolsas plásticas y las fosas comunes de Hart Island, en el Estado de Nueva York, así como, por todas partes en las ciudades ricas, las cremaciones sin posibilidad de rituales funerarios o de duelo, han ubicado brutalmente el cuerpo soberano de las sociedades capitalistas y patriarca-coloniales del norte en la situación donde los cuerpos de lxs refugiadxs, lxs migrantes, lxs trabajadorxs pobres, feminizados y racializados del norte y del sur colonizado y global han estado y continúan estando. Es la primera lección del ritual tecnochamánico mundial: no será posible hacer las luchas transversales hasta que no hayamos compartido igualmente las experiencias de desposesión, de opresión y de muerte que el capitalismo genera.


2. La metafísica caníbal del capitalismo patriarca-colonial


En los rituales chamánicos de “metamorfosis”, a través de la utilización de plantas psicotrópicas y otras técnicas corporales (ayuno, danza, escarificación, tatuaje, modificación de la apariencia corporal, repetición del lenguaje), la persona iniciada, para cambiar, debe en principio tomar conciencia de su posición en la cadena de producción, reproducción y consumo de la energía vital. Esto es lo que lxs antropólogxs llaman “mirar la cadena trófica”. La persona iniciada comprende, por ejemplo, que extrae la vida y la energía de las plantas o de los animales (o de los humanos, en el caso de las culturas antropófagas) que mata para alimentarse o con otros fines. En ciertas sociedades tupis, el objetivo es comprender la diferencia entre “matar para comer” y “matar para acumular poder”. Para el cambio, es necesario que la pulsión de acumulación de poder que ha capturado la totalidad del deseo sea progresivamente percibida como una acumulación de muerte, como un veneno cuya reserva amenaza el equilibrio de la vida.


La crisis de Covid-19, con su amplificación de las formas de opresión y con la puesta al desnudo de las disfunciones institucionales de las democracias neoliberales ha hecho visible la cadena trófica del capitalismo patriarca-colonial. La cartografía de la expansión del virus y los efectos exponenciales que ha provocado sobre la economía mundial nos han permitido “ver” el vínculo entre la deforestación y la contaminación viral, entre la industria agroalimentaria y la industria farmacéutica, entre la explotación y la desposesión de la masa de trabajadorxs pobres del sur global y la explotación de los cuerpos racializados en el norte, entre la política de transporte y las economías petroleras, entre el teletrabajo y la pornografía digital. Wuhan es uno de los talleres de producción claves de la industria automovilística mundial, es donde se fabrican las piezas de Peugeot y de Citröen. China, India y Pakistán son los talleres de producción textil del mundo; el sur del continente americano y África son los principales centros de extracción de metales raros y de materias primas necesarias para la fabricación de la tecnología de punta en el mundo. En el pasado, para citar al escritor Eduardo Galeano, en la periferia del capitalismo mundial, “el oro era transformado en basura y la comida en veneno”. Hoy, los flujos del capitalismo están saturados: la basura llega hasta las playas del norte y el veneno está en nuestros platos.


La crisis ha puesto en evidencia, igualmente, el funcionamiento antropófago del capitalismo patriarca-colonial. La modernidad colonial ha segmentado los cuerpos vivos en especies, clases, nacionalidades, razas, sexos, sexualidades, discapacidades… En este mundo-economía, algunxs son ubicados en la posición naturalizada de depredadores y otrxs en la de presas. La violencia sexual y racial está en vías de mutar junto al virus. La mascarila y los trajes de protección personal borran la diferencia social entre hombres y mujeres, negrxs y blancxs. Pero, debajo del traje y detrás de la mascarilla, las diferencias políticas persisten y se acentúan. De un costado, está el confinamiento social de lxs blancxs acomodadxs; de otro lado, la contaminación forzosa de lxs trabajadorxs pobres, feminizadxs y racializadxs.


Las instituciones democráticas que deberían proteger a lxs más vulnerables (niñxs, personas enfermas y mayores, personas con necesidades funcionales o psicológicas específicas…) revelan su complicidad con las estructuras del capitalismo patriarca-colonial y se comportan como el Estado lo ha hecho siempre en contextos totalitarios o coloniales: abandonando, extorsionando, oprimiendo, mintiendo, administrando castigos y muerte. Las instituciones fragilizadas por la privatización neoliberal mutan y se fagocitan entre sí: la guerra de la que hablan los gobiernos es la que las instituciones llevan a cabo contra sus ciudadanxs. Los hospitales devienen trincheras, los asilos devienen morgues, los centros de deporte devienen centros de detención para lxs sintecho, las prisiones devienen muros para pelotones de ejecución viral.


La guerra también está al interior de la casa. El espacio doméstico, el núcleo del repliegue inmunitario, se muestra no solo como un islote de protección, sino también como un concentrado de todas las formas de opresión y violencia heteropatriarcales. Durante el confinamiento, los casos de abuso y de violencia sexuales se multiplican. El teletrabajo es rey. Nadie reconoce como trabajo el trabajo de cuidados y de reproducción, de afecto y de sexualidad. A la precariedad de la clase, de la raza, del sexo y de la sexualidad se añaden ahora otras segmentaciones de poder: las personas expuestas y las protegidas, las que limpian y las que son limpiadas, las que son expuestas al contagio y las que pueden preservar su inmunidad, las que no tienen techo y las que pueden aislarse en su casa, las que cuidan y las que son cuidadas.


La crisis del Covid-19 y su capacidad de poner en evidencia la estructura intrínsecamente conectada de todas las formas de opresión podría ayudarnos a diseñar los contornos de un nuevo sujeto revolucionario planetario, para quien las formas de opresión basadas en la raza, el sexo, la clase o la discapacidad no se oponen unas a otras, sino se entremezclan y se amplifican. A lo largo de los últimos dos siglos, ha habido centenas de luchas, pero todas han sido fragmentadas. Retrospectivamente, se podría decir que las políticas de emancipación se han caracterizado por el hecho de que son estructuras según la lógica de la identidad. Los principales movimientos para la ampliación del horizonte democrático se constituyeron alrededor de posiciones binarias que terminaron por renaturalizar los sujetos políticos de la lucha y por crear exclusiones: el feminismo para las mujeres heterosexuales y blancas (por no decir homofóbicas, transfóbicas y racistas), las políticas LGTB para las personas homosexuales, bisexuales o transexuales, especialmente blancas y acomodadas, las políticas antirracistas para las personas racializadas y para los otros cuerpos del lumpen somatopolítico mundial…


Por otro lado, hasta el presente, las luchas han estado estructuradas en función de las tensiones modernas entre reconocimiento y justicia, entre libertad e igualdad, entre naturaleza y cultura. Hemos visto crecer el antagonismo entre políticas de clase y políticas de género, y la liberación feminista ha sido instrumentalizada para legitimar las políticas racistas y antimigratorias.


Buscando sobrepasar las oposiciones tradicionales y reduccionistas entre movimiento obrero y feminismo, entre decolonialismo y ecologismo, voces tan diferentes como las de las teoristas feministas Silvia Federici, Francoise Vergès y Donna Haraway nos invitan a imaginar la clase obrera contemporánea como un vasto conjunto de cuerpos mineralizados, vegetalizados, animalizados, feminizados y racializados que cumplen el trabajo menospreciado de la reproducción energética, sexual, afectiva y social de la tecno-vida en el planeta Tierra. Esta perspectiva trans-ecofeminista y decolonial implica igualmente modificar la representación del sujeto político y de su soberanía. La revolución por venir no es una negociación de cuotas de representación identitarias o una planificación de los grados de opresión. La revolución que viene ubica la emancipación del cuerpo vivo vulnerable al centro del proceso de producción y de reproducción política.


Al naturalizar la esfera de la reproducción social y sexual, las filosofías políticas del marxismo y del liberalismo han puesto el acento sobre el control de los medios de producción. Solo los lenguajes políticos del fascismo han hecho de la captura violenta de los medios de reproducción de la vida (de la definición de la masculinidad y la femineidad, de la familia, de la “pureza de la raza”) el centro de su discurso y de su acción política. Ahora, nos enfrentamos, desde los EEUU de Trump, hasta el Brasil de Bolsonaro, pasando por la Polonia de Andrzej Duda y la Turquía de Erdogan, a la expansión de las formas neonacionalistas y tecnopatriarcales del totalitarismo. Le haremos frente igualmente, más temprano que tarde, y de manera brutal, con la legalización del rastreo telefónico, a la expansión mundial de las formas de tecno-totalitarismo y de vigilancia bionumérica.

Frente a estas dos formas de totalitarismo, los productivismos patriarca-coloniales, neoliberal o socialista, no pueden actuar como fuerzas antagonistas reales, pues ambos comparten con aquellos el mismo ideal de productividad y de crecimiento económico y postulan el mismo cuerpo político soberano: un sujeto blanco, viril, heterosexual. Unos quieren retroceder. Los otros quieren acelerar. Ninguno de ellos quiere cambiar. Este es tal vez el aprendizaje más importante del ritual tecnochamánico de “detener el mundo”. Sólo una nueva alianza de luchas transfeministas, anticoloniales y ecológicas podrá combatir a la vez la privatización de las instituciones, la economía de la deuda, la financiarización del valor del neoliberalismo y los discursos del totalitarismo neonacionalista, tecnopatriarcal, neocolonial. Sólo una revolución somatopolítica transversal será capaz de poner en marcha una alternativa real.


3. Mutación del deseo político y la revolución


Esta tercera etapa es la que permite, en los rituales chamánicos, construirse como otrx, al activar un proceso de metamorfosis que puede implicar un cambio de nombre, un desplazamiento institucional, un exilio, una deriva… El último aprendizaje de esta crisis de Covid-19 como ritual tecnochamánico mundial es que sólo una mutación del deseo político puede poner en movimiento la transición epistemológica y social capaz de desplazar al régimen capitalista patriarca-colonial. La activista afro-americana Angela Davis decía que, durante los años de segregación racial en los EEUU, lo más difícil era imaginar que las cosas podían ser distintas de como eran. El problema fundamental al que estamos enfrentados es que el régimen capitalista patriarca-colonial ha colonizado la función deseante al cubrirla de valores monetarios, de una semiótica de la violencia, de modos de objetivación consumista y de sumisión depresiva. La clave del capitalismo patriarca-colonial no es la producción de plusvalía económica, sino la fabricación de una subjetividad cuyos deseos han sido adaptados al proceso de producción del capital y de reproducción heterosexual y colonial de la vida. La violencia opera fabricando una subjetividad normativa que toma posesión del cuerpo y de la conciencia hasta que estos aceptan “identificarse” con el proceso mismo de extracción de sus propias vidas. La primera cosa que el poder extrae, modifica y destruye es nuestra capacidad de desear el cambio. Hasta ahora, todo el edificio capitalista patriarca-colonial reposaba sobre una estética hegemónica que limitaba el campo de la percepción, cortaba la sensibilidad y capturaba el deseo. Y es este deseo el que ha entrado en crisis con la “detención del mundo” que la gestión del virus ha generado.


En los años 70, Mafalda, otra chica enfurecida, popularizó la consigna “detengan el mundo, quiero bajarme”. Ahora, el mundo está detenido. La cuestión es saber si esta vez queremos, realmente, bajarnos.


[1] Artículo publicado originalmente el 27 Abril 2020 en la revista Bulb (https://bulb.liberation.fr/edition/numero-2/nous-etions-sur-le-point-de-faire-la-revolution-feministe/) bajo el título “Nous étions sur le point de faire la révolution féministe… et puis le virus est arrivé”. Traducción: Rodrigo Y. Sandoval.

[2] Tiqqun es una revista filosófica de inspiración anarquista y post-situacional fundada en 1999 por Julien Coupat, exculpado en 2018 del caso Tarnac, donde fue sospechoso de haber saboteado una línea del tren de alta velocidad. [N. del A.]

[3] Aïssa Maïga es una actriz francesa, ganadora en 2007 de un premio César. [N. del T.]

[4] Adèle Haenel es una actriz francesa, ganadora de dos premios César, en 2014 y 2015. [N. del T.]

[5] El autor se refiere a la novelista francesa Virginie Despentes. [N. del T.]

[6] La cadena o red trófica representa la interconexión de las cadenas alimenticias. [N. del T.]

[7] La población Tupi era una de las poblaciones indígenas más grandes del Amazonas brasileño.


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